“Instruye al niño…”
Es, por cierto, tarea harto difícil para los padres el criar y educar a sus hijos, pero –como en todo- podemos en nuestra insuficiencia contar con la inmensa gracia de nuestro Dios, y además, encontrar en su Palabra todas las instrucciones que necesitamos para ello.
Quisiera destacar, las preciosas enseñanzas que hallamos en los primeros capítulos de 1º de Samuel:
“Ana hizo voto diciendo: Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar la aflicción de tu sierva, y te acordares de mi, y no te olvidares de tu sierva, mas diere a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicare a Jehová todos los días de su vida, y no subirá navaja sobre su cabeza… y ella dijo: ¡oh, señor mío vive tu alma, yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti, orando a Jehová. Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que pedí. Yo, pues, le vuelvo también a Jehová: todos los días que viviere, será de Jehová. Y adoro allí al Señor, y Ana oro y dijo: Mi corazón se regocija en Jehová” (1ª Samuel 1:11)
La primera enseñanza que se desprende de estos versículos es la importancia que tiene la oración. Orar, antes y después del nacimiento de un niño… los padres no lo harán nunca con bastante fervor y reiteración. Si los jóvenes esposos sintiesen mejor el peso de su responsabilidad al formar un hogar, y pensasen mas en el valor de aquellas pequeñas criaturas que Dios les confía, ¡cuan diferente seria su actitud de lo que muchas veces vemos!, y ¡mas fervientes serian sus oraciones por ellos, hasta ver obtenido el resultado de sus deseos! Ni con oro, ni con plata puede siquiera ser estimado el precio de sus almas inmortales: solo la preciosa sangre derramada por Cristo puede rescatarlas. Su suerte eterna será la felicidad, o la condenación, para siempre; recordemos, pues, que el Señor nos lo ha confiado para que, desde su más tierna edad, oigan hablar de El, aprendiendo a conocerle como el único camino al Cielo.
Bien sabia Ana que su hijo era un don del Señor, como lo recordaba el nombre que le puso, y un don de Dios no puede menos de ser precioso. No olvidemos, pues, que nuestros hijos –esos pequeños y queridos seres que han venido al mundo al abrigo de nuestros hogares, si bien son parte de nuestras propias entrañas, a la vez son un don de Dios. Esta consideración nos llevara a amarlos doblemente. Habiéndoles recibido de El, nuestra primera oración será expresión de gozo y gratitud: “Mi corazón se regocija en Jehová”
Reconociendo haberlo recibido de Dios, Ana dice: “Yo lo dedicare al Señor todos los días de su vida”. Si supiéramos imitarla, nuestra tarea resultaría más sencilla. Discerniríamos sin dificultad y con mas sabiduría lo que podemos permitir o prohibir a nuestros hijos; los criaríamos para El, “en disciplina y amonestación del Señor” ¿Podemos, acaso, desear para ellos mayor bien que el vituperio de Cristo?, y este vituperio, ¿no es acaso digno de ser preferido a cuanto al mundo puede ofrecerles de si mismo?
Leemos repetidas veces que “el joven Samuel servia a Jehová”. Esto nos enseña que no hemos de esperar que nuestros hijos sean mayores para guiarles a servir al Señor. Samuel servia, siendo muy joven; sin embargo, “no había conocido a Jehová, ni la palabra de Jehová le había sido revelada” (3:7). Tarde o temprano, nuestros hijos habrá de tener, - y eso por obra de Dios- relación personal con el Señor; pero nuestra responsabilidad es enseñarles a servir al Señor desde su mas tierna edad, pues se puede manifestar tanta fidelidad sirviéndole en las “pequeñas cosas”, como en las de mayor importancia. Que aprendan hacerlo todo para el Señor, a buscar su aprobación en todas las circunstancias: “Instruye al niño en su camino y aun cuando fuere viejo no se apartara de el” (Proverbios 22:6)
Samuel iba creciendo en la bendita presencia de Dios “adelantando delante de Dios y delante de los hombres”. La divina Presencia le mantuvo en humildad, y así, Aquel que resiste a los soberbios y da gracia a los humildes, honro mas tarde a ese joven, que vino a ser “fiel profeta de Jehová” (3:20). Asombra ver el orgullo de los jóvenes de nuestros días, cuyo apartamiento de Dios ha de acarrearles, inevitablemente, su juicio. Hay padres cristianos que –tal vez sin darse cuenta- cultivan en el corazón de sus hijos aquella planta dañina que ira contaminando su vida entera. ¡Cuantas veces hemos visto padres insensatos hasta el punto de ensalzar a sus hijos en su propia presencia, alabando sus conocimientos y su extraordinaria capacidad! Tales pobres niños llegan a considerarse como seres escogidos, fuera de lo común, creyéndose ser los únicos en saber algo; y hasta los hay que se meten a dirigir conversaciones. No es de extrañar, pues, que por su carácter, lleguen a ser más tarde motivo de humillación y de lágrimas para sus padres.
“Y Samuel creció, y Jehová fue con el, y no dejo caer en tierra ninguna de Sus palabras. Y conoció todo Israel, desde Dan hasta Beersheba, que Samuel era fiel profeta de Jehová” (3: 19-20). Dios honro, pues, a este joven, y recompenso en gran manera a su piadosa madre. Por otro lado tenemos en el Nuevo Testamento el hermoso ejemplo del joven Timoteo – fiel colaborador del gran apóstol Pablo- el cual tuvo asimismo una madre y una abuela piadosas, las cuales, desde su niñez, le enseñaron las Sagradas Escrituras. Pero hoy día, ¿Qué fin se proponen las madres cristianas para sus hijos? ¿Anhelaran para ellos el éxito y la gloria, en un mundo en el cual nuestro Salvador solo encontró un pesebre y una cruz? ¡Dios no lo permita! Mediten en los modelos de Samuel y Timoteo. Exhortémoslas a desear para sus hijos esas grandes cosas: ¡las del Señor! ¡Las que permanecen para siempre!, pues, en este aspecto nunca anhelaremos bastante.
En nuestros en que en algunos países se hace tanto énfasis sobre la actividad de la mujer, consideren nuestras queridas hermanas la esfera, por mas que recatada, pero ¡cuan bendita y preciosa! En cuyo ambiente pueden desenvolver una santa actividad: “Si crío hijos” era la primera condición para las viudas (o “desamparadas”) que las asambleas asistían (1ª Timoteo 5:10)
Es en la niñez que se forman las primeras impresiones que conservamos toda la vida. Hay un servicio precioso para con los niños, grabar en su memorial que será su regla de conducta durante toda su existencia. Un niño conservara siempre las impresiones, el sello indeleble de la educación que su madre le haya inculcado. Madres cristianas, ¡meditad mucho en cual es vuestra responsabilidad delante del Señor! ¡Pensad que se relaciona con la Gloria de Dios, y que afecta a la felicidad eterna de vuestros hijos!
Otro aspecto del mismo asunto es que los padres no deben, en modo alguno, olvidar que tienen la responsabilidad de servirse de la autoridad que Dios les ha concedido.
En el capitulo 36 del libro de Jeremías, vemos como Jonadab ordeno a sus hijos que se abstuviesen de cuanto fuera incompatible con su existencia de peregrinos (36:6): era un mandamiento para ellos. El versículo 19 nos demuestra la obediencia de sus hijos, y como Dios le recompenso: “No faltara varón de Jonadab que este en mi presencia todos los días”. ¡Que maravillosos premio a su fidelidad!
En el caso de Abraham, también vemos como se valía de su autoridad, y mandaba a sus hijos (Génesis 18:19). La palabra “mandar”, ¿no nos muestra la responsabilidad que tenemos de servirnos de la autoridad que Dios nos ha confiado? ¿Tendrá El que interrogarnos algún día?: ¿Qué has hecho de esta autoridad que te había dado en tu familia? ¿Que es lo que has mandado a tus hijos? La insubordinación de los hijos, que va creciendo en nuestros días, tendría que ser un motivo mas para que los hogares cristianos estén en mayor contraste con un estado tal de cosas, que ofende a Dios y ha de acarrear su juicio: “Corrige a tu hijo, y te daré descanso, y dará deleite a tu alma” (Proverbios 29:17)
Este importante asunto de la responsabilidad y deberes de los padres cristianos es de los más serios a considerar, pero se reduce para nosotros a observar una fiel obediencia a la Palabra de Dios. ¡Quiera el Señor obrar en misericordia y bendecir nuestros hogares!